Habías
puesto mi vida patas arriba a pesar de ser un maniático del orden. Impecable,
trastornado mental, bohemio, fatal y perfecto para mí, así eras tú. Nunca me
había atrevido a describirte con adjetivos concretos, ya que eras como el vaho
que se extendía por los cristales en un día de invierno y más parecido a una
bocanada de aire fresco en las noches de verano. Eras la contrariedad más
contradictoria y desequilibrada que me había llegado a encontrar nunca y aún
así el motivo de que mis labios averiguasen una razón más por la que sonreír.
Porque en eso había consistido, en sonreír cuando menos ganas teníamos.
Así
eras tú, apareciendo siempre en los momentos más oportunos, en los que la
soledad no era capaz de abrazarme y el frío se calaba hasta los huesos más profundos
de todo mi ser. Tus ojos fueron la ilusión óptica que confundió a mi alma, la
cual creyó que había llegado el momento de vivir. Vivir en una nube, y hacerlo
lejos de los prejuicios y las experiencias que habían rasgado mi piel como
tatuajes desgastados por el tiempo.
Habías
conseguido serlo todo, todo y tal vez más de lo que nunca me hubiese llegado a
imaginar que serías. Habías sido un corazón perdido que me había arrastrado a
mí también a la perdición de media noche, sin que nadie iniciase la búsqueda de
la princesa a la mañana siguiente. Nos habíamos perdido juntos para que los
miedos no nos encontrasen, para estar a salvo de cualquier maldad, cuando el
mayor riesgo eras tú. Tú eras el loco, el caos de mi vida tranquila y el
huracán que había derrumbado los cimientos de una casa que tanto me costó
construir a lo largo de los últimos años.
¿Qué
hacías aquí de nuevo? ¿Por qué me habías vuelto a seducir con tus buenas noches
y ese beso en la comisura? Al parecer no tuviste suficiente con permanecer
eternamente en mis recuerdos. Tu fantasma se divertía persiguiéndome allá donde
fuese y no tuviste bastante con eso. No había persona más ambiciosa que tú y yo
fui tu capricho hasta que te volviste a cansar de mi persona. Había conocido el
mayor vicio, la droga de tus labios impredecibles, y me habías cortado el
aliento con cada te quiero susurrado al oído después de unas copas de más. Tú
me habías enseñado a observar el cielo, gracias a ti había conocido la libertad
de las nubes sobre nuestros cuerpos y el más puro sabor del volar sin movernos
del suelo. Había adivinado tu forma bohemia de tocar las nubes y creí que yo
también llegaría a tu altura.
Pero
fue entonces cuando vi la realidad, había caído en la falsa suavidad de esas
sábanas recién lavadas y ese olor a jazmín de tu camisa nueva, y me sentí
encarcelada en el deseo imposible de tenerte, porque tú eras libre, libre como
las nubes.
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