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miércoles, 20 de noviembre de 2013

Texto dos. Tu forma de tocar las nubes.

Habías puesto mi vida patas arriba a pesar de ser un maniático del orden. Impecable, trastornado mental, bohemio, fatal y perfecto para mí, así eras tú. Nunca me había atrevido a describirte con adjetivos concretos, ya que eras como el vaho que se extendía por los cristales en un día de invierno y más parecido a una bocanada de aire fresco en las noches de verano. Eras la contrariedad más contradictoria y desequilibrada que me había llegado a encontrar nunca y aún así el motivo de que mis labios averiguasen una razón más por la que sonreír. Porque en eso había consistido, en sonreír cuando menos ganas teníamos.
Así eras tú, apareciendo siempre en los momentos más oportunos, en los que la soledad no era capaz de abrazarme y el frío se calaba hasta los huesos más profundos de todo mi ser. Tus ojos fueron la ilusión óptica que confundió a mi alma, la cual creyó que había llegado el momento de vivir. Vivir en una nube, y hacerlo lejos de los prejuicios y las experiencias que habían rasgado mi piel como tatuajes desgastados por el tiempo.
Habías conseguido serlo todo, todo y tal vez más de lo que nunca me hubiese llegado a imaginar que serías. Habías sido un corazón perdido que me había arrastrado a mí también a la perdición de media noche, sin que nadie iniciase la búsqueda de la princesa a la mañana siguiente. Nos habíamos perdido juntos para que los miedos no nos encontrasen, para estar a salvo de cualquier maldad, cuando el mayor riesgo eras tú. Tú eras el loco, el caos de mi vida tranquila y el huracán que había derrumbado los cimientos de una casa que tanto me costó construir a lo largo de los últimos años.
¿Qué hacías aquí de nuevo? ¿Por qué me habías vuelto a seducir con tus buenas noches y ese beso en la comisura? Al parecer no tuviste suficiente con permanecer eternamente en mis recuerdos. Tu fantasma se divertía persiguiéndome allá donde fuese y no tuviste bastante con eso. No había persona más ambiciosa que tú y yo fui tu capricho hasta que te volviste a cansar de mi persona. Había conocido el mayor vicio, la droga de tus labios impredecibles, y me habías cortado el aliento con cada te quiero susurrado al oído después de unas copas de más. Tú me habías enseñado a observar el cielo, gracias a ti había conocido la libertad de las nubes sobre nuestros cuerpos y el más puro sabor del volar sin movernos del suelo. Había adivinado tu forma bohemia de tocar las nubes y creí que yo también llegaría a tu altura.
Pero fue entonces cuando vi la realidad, había caído en la falsa suavidad de esas sábanas recién lavadas y ese olor a jazmín de tu camisa nueva, y me sentí encarcelada en el deseo imposible de tenerte, porque tú eras libre, libre como las nubes. 

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